martes, 14 de octubre de 2008

Paul Krugman: la conciencia de un liberal

Paul Krugman: la conciencia de un liberal

Alfredo Bateman

El pasado lunes 13 de octubre Paul Krugman fue premiado con el Nobel de Economía. De acuerdo con la Fundación Nobel y la Academia de Ciencias de Suecia por sus trabajos en comercio internacional y en geografía económica. Particularmente, se reconocen los aportes y esfuerzos por relacionar las dos áreas del conocimiento y por la importancia que le otorga a los rendimientos crecientes y la competencia imperfecta para el comercio internacional, así como de los rendimientos crecientes, también relacionados con la posibilidad de equilibrios múltiples, y la historia para las economías de aglomeración y la localización de la actividad económica, lo cual se torna especialmente relevante en un momento donde por primera vez en la historia más de la mitad de la población del planeta habita en ciudades.

Krugman observó que a pesar de que la localización de la producción es una característica distintiva del mundo económico, la economía habitual apenas se detiene a analizar el espacio, lo cual no es un accidente histórico sino que había algo en la economía espacial que la convertía en un terreno hostil para la clase de modelización que saben hacer la mayoría de economistas. El problema fue modelar la estructura del mercado ante la existencia de rendimientos crecientes: los economistas evitaron mirar el aspecto espacial de las economías porque sabían que no tenían forma de modelarlo. Si bien hoy en día aún no hay modelos generales de economías con rendimientos crecientes y competencia imperfecta, Krugman se ha preocupado por utilizar un conjunto de trucos que por lo menos permiten presentar ejemplos ilustrativos de economías sujetas a rendimientos crecientes y de esa manera construir ejemplos clarificadores y hacer posible contar la clase de historias que son necesarias para hacer una geografía económica que tenga sentido, de forma que la mayoría de los economistas pueda tolerar.

Tal vez uno de los mayor aportes de Krugman ha sido utilizar, con una inteligencia asombrosa, conceptos del pensamiento económico que habían sido abandonadas por no cumplir con las exigencias de la profesión en la actualidad y combinarlas con conceptos de la frontera del conocimiento traídos de otras disciplinas y así construir nuevas teorías y formas totalmente nuevas de comprender la realidad económica, todo ello sin deslegitimar la modelación económica sino por el contrario evidenciando el poder de los modelos económicos y como ellos son el instrumento que hace único el pensamiento económico.

Con la misma metodología para presentar y difundir problemas complejos con una claridad y lógica abrumadora Krugman ha revitalizado, casi como ningún otro pensador, las ideas del mayor economista del siglo XX: John Maynard Keynes. El auge de la economía conservadora requería desmontar el pensamiento keynesiano debido a que justificaba el papel del estado, particularmente en los momentos de recesión y por casi veinte años los argumentos de economistas como Friedman y Lucas arrinconaron a los pensadores keynesianos. Paul Krugman representa la nueva economía keynesiana y muestra a partir de sus trabajos sobre las crisis financieras la imprescindible tarea de intervención del Estado y no por ello desconocer la importancia de los incentivos y las fallas del Estado para conseguir una adecuada regulación. Es en definitiva, como él mismo se autodefine, es un defensor del Estado de Bienestar como el más decente acuerdo social y por ello propende, más aún en estas épocas de crisis, por una vuelta a las políticas del New Deal y una búsqueda por una mejor distribución de los beneficios del crecimiento y una reducción de las brechas sociales que se han profundizado en los últimos años.

lunes, 13 de octubre de 2008

La Mancha Urbana

Por: William Ospina

Septiembre 20. El Espectador

UNA DE LAS MÁS IMPRESIONANTES imágenes del cine reciente la vi en cierta película sobre uno de esos héroes de historieta que fabrican en vacaciones las oficinas de mercadeo. La película es casi olvidable, pero sus escenas iniciales muestran las favelas de una ciudad del Brasil, y pocas veces he visto el laberinto de la ciudad moderna, su enormidad y su miseria, como en esa agobiante secuencia que parece contaminar de confusión y de pobreza todo lo que existe.

Todos hemos vivido el asombroso contraste entre las orillas estruendosas, abigarradas y polvorientas de las ciudades, y la súbita calma de los campos verdes, con la paz de sus hierbas y la felicidad de sus árboles. En la India, en Brasil, en Colombia, yo siempre me he dicho: “Cuánta tierra sin gente, cuánta gente sin tierra”.

La mancha urbana se ha extendido sobre el planeta, pero no tanto como para borrar la inmensa extensión de los campos. Y hay algo más que sabemos: los campos son los reinos de la belleza y las ciudades modernas son el reino de la fealdad. Pasaron los tiempos en que las ciudades estaban gobernadas por el ideal de la belleza, como Persépolis o Atenas, de la majestad y la sublimidad, como Roma o el Cuzco, por el sueño de las artes, como Florencia, por las mitologías, como Tenochtitlan o Varanasi, por un estilo, por una sed de armonía, por una idea.

Pasaron incluso las espléndidas acumulaciones de estilos de la Roma de Piranesi, de la New York gótica de los años veinte, del París de Víctor Hugo. Hoy, alrededor de esos esplendores supérstites, crece la ciudad de las factorías, de las humaredas, de la circulación caótica y contaminante, de las barriadas del desorden y de la violencia, incluso esas vías férreas y esos suburbios sórdidos que rodean como laberintos de desolación a París y a New York, a Nueva Delhi y a Bucarest, esos muros de nadie donde avanzan como legma de duendes las letras extraterrestres de los grafiteros subterráneos, esos cementerios de máquinas, esas necrópolis de chatarra, esos mares mefíticos de materia sin alma.

La semana pasada, viendo amanecer en Sao Paulo, me dije: “Nada es rural aquí, ni siquiera los árboles, ni siquiera la selva que pulula en los parques”. La vegetación urbana parece escapar de la naturaleza y convertirse en una proyección de los pensamientos o de las pesadillas humanas. Así como las palomas ya no parecen pertenecer a la ornitología sino a la arquitectura, como los gatos no parecen pertenecer a la biología sino a la decoración de interiores. La ciudad pretende arrebatarnos para siempre a la naturaleza, ser algo nuevo y perturbador que nos aparta de nuestro horizonte natural.

Y sin embargo la ciudad existe desde siempre. La célebre frase “Anthropos phisei politikon zoon”, que tradicionalmente se tradujo como “El hombre es un animal político”, ha sido retraducida por los filósofos como “El hombre es por su naturaleza un viviente urbano”; y el más antiguo poema de Occidente, la Ilíada de Homero, un poema de hace treinta siglos, ni siquiera canta la fundación sino, tan temprano, la destrucción de una ciudad.

De ciudades legendarias está abrumada nuestra memoria: de Ur de Caldea, que inventó el arte de mirar las estrellas; de Susa y de Ecbatana y de Babilonia, las ciudades fantásticas que halló Alejandro de Macedonia en su viaje hacia Oriente; de Jericó, derribada por un soplo de trompetas; de Nínive, uno de cuyos hijos fue tragado y regurgitado por una ballena; de la Ciudad Prohibida de los chinos y de la Ciudad Demasiado Permitida de los sodomitas; de Tiro, que traficaba con dagas y con pavos reales; de Jerusalén, la ciudad preferida de los profetas, y de esas ciudades griegas que engendraron cada una por lo menos un sabio inmortal.

¿En qué momento las ciudades perdieron su aureola de belleza y de sacralidad? Es apasionante rastrear esas metamorfosis. ¿En qué momento tantas ciudades empezaron a convertirse en avanzadas del caos? Creo que los espacios urbanos son los mudos testimonios de la crisis de una civilización, de la descomposición de los valores, del hundimiento de las filosofías, de la duda de las religiones. Hoy la ciudad responde a otras fuerzas y a otros poderes: sus númenes son la industria y el comercio, la administración estatal y el fisco. La leyenda de la superioridad, la excelencia y la maravilla de la urbe contemporánea es alimentada por poderes a los que les conviene mantener a la humanidad concentrada en grandes termiteros que ya no son templos del saber y de la convivencia, ágoras de la elocuencia y del debate público, sino muchas veces antesalas de la catástrofe.

Muy difícil le resultaría al comercio distribuir sus bienes entre una humanidad dispersa por los campos o distribuida en pequeñas aldeas apacibles, imposible el auge industrial si los trabajadores y los consumidores no estuvieran concentrados en manchas urbanas. Arduo para los políticos manejar sus electorados dispersos por la geografía, y para el fisco recaudar los impuestos de los contribuyentes.

De modo que fábricas, comercio, congresistas y recaudadores de impuestos mantienen a través de sus pantallas seductoras la leyenda de la ciudad como Paraíso, el mito de la urbe como flor de la civilización, y la tácita difamación de que los campos son reinos del atraso y de la privación. Sin embargo es más fácil morir de hambre en los barrios polvorientos que en los campos fecundos: la tierra algún fruto produce, el pavimento no produce nada.

Es claro que la humanidad ama las ciudades desde siempre, pero va a tener que inventarse nuevos y más profundos sueños urbanos, ideas refrescantes, valores reconfortantes, dinámicas de convivencia. Y la idea de la Polis humana tarde o temprano dejará de confundirse con la urbe como hoy la hemos degradado. La humanidad tendrá que encontrar una relación más viva con esos campos que hoy son bodegas de la industria, alterados por el espíritu humano, pero cerrados a la presencia humana.

La vida en los campos dejará de estar marcada por el aislamiento y por la ignorancia de lo que pasa en el mundo, y la humanidad aprenderá a no confundir el progreso con la capacidad de producir basura, con el estruendo, la neurosis, la velocidad, y está creciente la disociación mental que hace que nadie pueda estar donde está, porque teléfonos y pantallas nos repiten que sólo es importante lo que está lejos y sólo es urgente lo que no está presente.

También las fragmentaciones del tiempo y del espacio, la proscripción de la soledad, el cubismo de la percepción, la mancha urbana desordenando los abismos del alma, son algunos de los síntomas inquietantes del malestar de esta civilización.

La inmanencia una vida

La inmanencia: una vida[1]

Gilles Deleuze

Traducción de CONSUELO PABON[2]

Enviado por: adelcueto@psi.uba.ar

¿Qué es un campo trascendental? Se distingue de la experiencia en tanto que él no remite a un objeto ni pertenece á un su­jeto (representación empírica). Por esto el campo trascendental se presenta como pu­ra corriente de conciencia a-subjetiva, con­ciencia pre-reflexiva impersonal, duración cualitativa de la conciencia sin yo. Parece­ría curioso que lo trascendental se definie­ra por tales presentaciones inmediatas: ha­blaremos de empirismo trascendental por oposición a todo lo que implica el mundo del sujeto y del objeto. Hay algo salvaje y potente en tal empirismo trascendental. No es ciertamente el elemento de la sensación (empirismo simple) porque la sensación no es sino un corte en la corriente de con­ciencia absoluta. Es más bien el paso de una sensación a otra como devenir, como au­mento o disminución de potencia (canti­dad virtual). Por esto, ¿es necesario defi­nir el campo trascendental como una pura conciencia inmediata, sin objeto, sin yo, en tanto que movimiento que no comienza ni termina? (Aún la concepción spinozista del paso o de la cantidad de potencia es expli­cada a partir de la conciencia).

Pero la relación del campo trascenden­tal con la conciencia es solamente de dere­cho. La conciencia sólo se convierte en un hecho cuando se produce al mismo tiempo un sujeto y un objeto, ambos por fuera del campo trascendental apareciendo más bien como trascendentes. En cambio, mientras la conciencia atraviese el campo trascen­dental a una velocidad infinita, siempre difusa, no habrá nada que la pueda reve­lar[3]. Ella no se expresa en efecto sino reflejándose sobre un sujeto que la remite a objetos. Es por esto por lo que el campo trascendental no puede ser definido por su conciencia, la cual sin embargo le es coex­tensiva aunque sustraída a toda revelación.

Lo trascendente no es lo trascendental. Más allá de la conciencia el campo trascen­dental se definiría como un puro plano de inmanencia porque escapa de la trascen­dencia tanto del sujeto como del objeto[4].

La inmanencia absoluta es ella mis­ma y sólo ella misma: no está en ninguna cosa ni pertenece a ninguna cosa. No de­pende de un objeto ni pertenece a un suje­to. En Spinoza la inmanencia no está en la substancia sino la substancia y los modos están en la inmanencia. Cuando el sujeto y el objeto caen por fuera del plano de in­manencia y son tomados como sujeto uni­versal u objeto cualquiera a los que la in­manencia es atribuida, se está produciendo una desnaturalización de lo trascendental. Este no aparece sino como redoblamiento de lo empírico (como en Kant), producién­dose así una deformación de la inmanencia que aparece contenida en lo trascendente. La inmanencia no se relaciona con Alguna cosa como unidad superior de todas las co­sas, ni con un Sujeto como acto que opera la síntesis de las cosas: cuando la inma­nencia no responde a nada distinto que a sí misma es cuando podemos hablar de un plano de inmanencia. Así como el campo trascendental no se define por la concien­cia, el plano de inmanencia no se define por un sujeto ni por un objeto capaces de con­tenerlo.

Diremos de la pura inmanencia que ella es UNA VIDA y nada más. Ella no es in­manencia a la vida sino lo inmanente que no está contenido en nada siendo en sí mis­mo una vida. Una vida es la inmanencia de la inmanencia, la inmanencia absoluta. Ella es potencia, beatitud completa. Es en la me­dida en que Fichte sobrepasa las aporías del sujeto y del objeto en su última filoso­fía que puede llegar a presentar el campo trascendental como una vida que no de­pende de un ser ni está sometida a un Ac­to: conciencia inmediata absoluta en don­de la actividad misma no remite a un ser sino que se plantea en una vida[5].

El campo trascendental deviene enton­ces un verdadero plano de inmanencia que reintroduce el spinozismo en lo más pro­fundo de la operación filosófica. ¿No es acaso una aventura similar la que vivió Maine de Biran en su “Ultima Filosofía”, aquella que estaba demasiado fatigada pa­ra llegar al bien, cuando descubre bajo la trascendencia del esfuerzo una vida inma­nente absoluta? El campo trascendental se define por un plano de inmanencia y el pla­no de inmanencia se define por una vida.

¿Qué es el plano de inmanencia? Una vida... Nadie mejor que Dickens para ha­ber contado lo que es una vida teniendo el artículo indefinido como índice de lo tras­cendental. Un canalla, un sujeto desprecia­do por todos es restituido, arrancado de la muerte; y sucede que los que lo curan y lo cuidan manifiestan una especie de solici­tud, de respeto, de amor por el menor sig­no de vida del moribundo. Todos se ocu­pan de salvarlo hasta el punto en que des­de lo más profundo de su coma el hombre siente algo dulce que lo penetra. Pero a me­dida que vuelve a la vida, la dulzura se ha­ce más fría y encuentra toda su grosería, su maldad. Entre su vida y su muerte hay un momento que no es otro que el de una vida que juega con la muerte[6]. La vida del individuo ha cedido el paso a una vida impersonal y sin embargo singular que des­prende un puro acontecimiento liberado de los accidentes de la vida interior y exterior, es decir, de la subjetividad o de la objetivi­dad de lo que acontece. “Homo Tantum” frente al cual todo el mundo sentía compa­sión y que llegó a una especie de beatitud. Es una “hecceidad” que no corresponde a la individuación sino a la singularización: vida de pura inmanencia neutra, más allá del bien y del mal porque sólo el sujeto que la encarnaba en medio de las cosas la ha­cía buena o mala. La vida de tal individua­lidad se borra en provecho de una vida sin­gular, inmanente a un hombre que ya no tiene nombre aun cuando no se confun­de con ningún otro. Esencia singular, una vida...

No se debería contener una vida en el simple momento en que la vida individual enfrenta la muerte universal. Una vida es­tá en todas partes, en todos los momentos que atraviesa tal o cual sujeto viviente y que se miden por tales o cuáles objetos vi­vidos. Una vida inmanente lleva aconteci­mientos o singularidades que no hacen si­no actualizarse en los sujetos y los objetos. Esta vida indefinida no tiene en si misma momentos (aun cuando los momentos le son muy próximos). Ella sólo tiene entre­tiempos, entre-momentos. Tal vida no apa­rece ni se sucede sino que presenta la in­mensidad del tiempo vacío en donde vemos al acontecimiento por venir y ya pasado en el absoluto de una conciencia inmediata. La novela de Lernet Holenia pone el acon­tecimiento en un entre-tiempo que puede devorar regimientos enteros. Las singulari­dades o los acontecimientos constitutivos de una vida coexisten con los accidentes de la vida correspondiente pero no se agrupan ni se dividen de la misma manera. Se comunican de manera diferente a la individual. Es más, pareciera que una vida singular atravesara toda individualidad o cualquier otro concomitante que la individualizaría. Por ejemplo, los niños más pequeños se pa­recen entre sí, no tienen una individuali­dad. Pero sí tienen singularidades, una son­risa, un gesto, una mueca, acontecimientos que no corresponden a caracteres subjeti­vos. Los niños pequeños son atravesados por una vida inmanente que es pura poten­cia y aún beatitud a través de los sufrimien­tos y las debilidades. Los indefinidos de una vida pierden toda indeterminación en la medida en que conforman un plano de in­manencia o constituyen los elementos de un campo trascendental. Por el contrario, la vida individual se mantiene inseparable de las determinaciones empíricas. Lo indefi­nido como tal no marca una indetermina­ción empírica, sino una determinación de inmanencia o una determinabilidad tras­cendental. El artículo indefinido no es la indeterminación de la persona sin ser al mismo tiempo la determinación de lo sin­gular. El UNO no es lo trascendente que puede contener aún la inmanencia, sino la inmanencia contenida en un campo tras­cendental. El UNO es siempre el índice de una multiplicidad: un acontecimiento, una singularidad, una vida... Siempre se pue­de invocar un trascendente que cae por fue­ra del plano de inmanencia o incluso que se lo atribuye; sin embargo, toda trascen­dencia se constituye únicamente en la co­rriente de conciencia inmanente propia de ese plano[7] . La trascendencia es siempre un producto de la inmanencia.

Una vida sólo contiene virtuales. Está hecha de virtualidades, de acontecimien­tos, de singularidades. Lo que llamamos virtual no es algo que carece de realidad sino algo que se compromete en un proce­so de actualización siguiendo un plano que le da su realidad propia. El acontecimiento inmanente se actualiza en un estado de co­sas y en un estado vivido que permite su irrupción. El propio plano de inmanencia se actualiza en un sujeto y un objeto a los cuales se atribuye. Pero aún cuando no se puede separar de su actualización, el pla­no de inmanencia es virtual en sí mismo, así como los acontecimientos que lo pue­blan son virtualidades. Los acontecimien­tos o singularidades dan al plano toda su virtualidad así como el plano de inmanen­cia da a los acontecimientos virtuales una plena realidad.

El acontecimiento considerado como no actualizado (indefinido) no carece de nada. Sólo es necesario ponerlo en relación con sus concomitantes: un campo trascenden­tal, un plano de inmanencia, una vida, sin­gularidades. Una herida se encarna o se ac­tualiza en un estado de cosas, en lo que acontece; pero ella es en sí misma un puro virtual sobre el plano de inmanencia que nos arrastra en una vida. “Mi herida exis­tía antes que yo...”[8]. No se trata de una trascendencia de la herida como actualidad superior, sino de su inmanencia como vir­tualidad siempre en el seno de un medio, campo o plano. Hay una gran diferencia en­tre los virtuales que definen la inmanencia del campo trascendental y las formas posi­bles que los actualizan y los convierten en algo trascendente.



[1].- La inmanencia: una vida fue publicado en la revista “Philosophie” Nro 47, Minuit París, el 1 de septiembre de 1995.

[2].- Publicada en la revista “Sociología”, Medellín UNAULA, Facultad de sociología, nro 19, 1996

[3].- Bergson H. Materia y Memoria: “Como si nos re­flejáramos sobre superficies, la luz que emana de allí es luz que se propaga de tal manera que jamás puede ser reflejada”. Obras P.U.F., pág. 186.

[4].- Sartre, La trascendencia del Ego. Vrin. Sartre plan­tea un campo trascendental sin sujeto que remite a una conciencia impersona1, absoluta, inmanente. En relación con ella el sujeto y el objeto son trascenden­tes. Pág. 74-87.

Sobre W. James ver el análisis de David Lapoujade “El flujo intensivo de la conciencia en William James”. ‘Philosophie” Nro 46, Junio de 1995.

[5].- Ya lo encontramos en la segunda introducción a la Doctrina de la Ciencia: “La intuición de la ac­tividad pura que no es nada fijo sino progreso, no un ser sino una vida”. (Obras Escogidas de la Filosofía Primera. Vrin. Pág. 274).

Sobre la vida según Fichte ver Iniciación a la Vida Feliz. Aubier, y el comentario de Guéroult, pág. 9.

[6].- Dickens, El Amigo Común. Cap. 3. Pléiade.

[7].- Incluso husserl lo reconoce: “El ser del mundo es necesariamente trascendente a la conciencia, aún en la evidencia originaria, y se mantiene necesariamente trascendente. Pero esto no le cambia nada al hecho de que toda trascendencia se constituye únicamente en la vida de la conciencia como inseparablemente ligada a esta vida”. Meditaciones Cartesianas, Vrin Pág. 52. Este será el punto de partida del texto Sartre.

[8].- Joe Bousquet. Les Capitales. Le Cercle du Livre