Por: William Ospina
Septiembre 20. El Espectador
UNA DE LAS MÁS IMPRESIONANTES imágenes del cine reciente la vi en cierta película sobre uno de esos héroes de historieta que fabrican en vacaciones las oficinas de mercadeo. La película es casi olvidable, pero sus escenas iniciales muestran las favelas de una ciudad del Brasil, y pocas veces he visto el laberinto de la ciudad moderna, su enormidad y su miseria, como en esa agobiante secuencia que parece contaminar de confusión y de pobreza todo lo que existe.
Todos hemos vivido el asombroso contraste entre las orillas estruendosas, abigarradas y polvorientas de las ciudades, y la súbita calma de los campos verdes, con la paz de sus hierbas y la felicidad de sus árboles. En la India, en Brasil, en Colombia, yo siempre me he dicho: “Cuánta tierra sin gente, cuánta gente sin tierra”.
La mancha urbana se ha extendido sobre el planeta, pero no tanto como para borrar la inmensa extensión de los campos. Y hay algo más que sabemos: los campos son los reinos de la belleza y las ciudades modernas son el reino de la fealdad. Pasaron los tiempos en que las ciudades estaban gobernadas por el ideal de la belleza, como Persépolis o Atenas, de la majestad y la sublimidad, como Roma o el Cuzco, por el sueño de las artes, como Florencia, por las mitologías, como Tenochtitlan o Varanasi, por un estilo, por una sed de armonía, por una idea.
Pasaron incluso las espléndidas acumulaciones de estilos de la Roma de Piranesi, de la New York gótica de los años veinte, del París de Víctor Hugo. Hoy, alrededor de esos esplendores supérstites, crece la ciudad de las factorías, de las humaredas, de la circulación caótica y contaminante, de las barriadas del desorden y de la violencia, incluso esas vías férreas y esos suburbios sórdidos que rodean como laberintos de desolación a París y a New York, a Nueva Delhi y a Bucarest, esos muros de nadie donde avanzan como legma de duendes las letras extraterrestres de los grafiteros subterráneos, esos cementerios de máquinas, esas necrópolis de chatarra, esos mares mefíticos de materia sin alma.
La semana pasada, viendo amanecer en Sao Paulo, me dije: “Nada es rural aquí, ni siquiera los árboles, ni siquiera la selva que pulula en los parques”. La vegetación urbana parece escapar de la naturaleza y convertirse en una proyección de los pensamientos o de las pesadillas humanas. Así como las palomas ya no parecen pertenecer a la ornitología sino a la arquitectura, como los gatos no parecen pertenecer a la biología sino a la decoración de interiores. La ciudad pretende arrebatarnos para siempre a la naturaleza, ser algo nuevo y perturbador que nos aparta de nuestro horizonte natural.
Y sin embargo la ciudad existe desde siempre. La célebre frase “Anthropos phisei politikon zoon”, que tradicionalmente se tradujo como “El hombre es un animal político”, ha sido retraducida por los filósofos como “El hombre es por su naturaleza un viviente urbano”; y el más antiguo poema de Occidente, la Ilíada de Homero, un poema de hace treinta siglos, ni siquiera canta la fundación sino, tan temprano, la destrucción de una ciudad.
De ciudades legendarias está abrumada nuestra memoria: de Ur de Caldea, que inventó el arte de mirar las estrellas; de Susa y de Ecbatana y de Babilonia, las ciudades fantásticas que halló Alejandro de Macedonia en su viaje hacia Oriente; de Jericó, derribada por un soplo de trompetas; de Nínive, uno de cuyos hijos fue tragado y regurgitado por una ballena; de la Ciudad Prohibida de los chinos y de la Ciudad Demasiado Permitida de los sodomitas; de Tiro, que traficaba con dagas y con pavos reales; de Jerusalén, la ciudad preferida de los profetas, y de esas ciudades griegas que engendraron cada una por lo menos un sabio inmortal.
¿En qué momento las ciudades perdieron su aureola de belleza y de sacralidad? Es apasionante rastrear esas metamorfosis. ¿En qué momento tantas ciudades empezaron a convertirse en avanzadas del caos? Creo que los espacios urbanos son los mudos testimonios de la crisis de una civilización, de la descomposición de los valores, del hundimiento de las filosofías, de la duda de las religiones. Hoy la ciudad responde a otras fuerzas y a otros poderes: sus númenes son la industria y el comercio, la administración estatal y el fisco. La leyenda de la superioridad, la excelencia y la maravilla de la urbe contemporánea es alimentada por poderes a los que les conviene mantener a la humanidad concentrada en grandes termiteros que ya no son templos del saber y de la convivencia, ágoras de la elocuencia y del debate público, sino muchas veces antesalas de la catástrofe.
Muy difícil le resultaría al comercio distribuir sus bienes entre una humanidad dispersa por los campos o distribuida en pequeñas aldeas apacibles, imposible el auge industrial si los trabajadores y los consumidores no estuvieran concentrados en manchas urbanas. Arduo para los políticos manejar sus electorados dispersos por la geografía, y para el fisco recaudar los impuestos de los contribuyentes.
De modo que fábricas, comercio, congresistas y recaudadores de impuestos mantienen a través de sus pantallas seductoras la leyenda de la ciudad como Paraíso, el mito de la urbe como flor de la civilización, y la tácita difamación de que los campos son reinos del atraso y de la privación. Sin embargo es más fácil morir de hambre en los barrios polvorientos que en los campos fecundos: la tierra algún fruto produce, el pavimento no produce nada.
Es claro que la humanidad ama las ciudades desde siempre, pero va a tener que inventarse nuevos y más profundos sueños urbanos, ideas refrescantes, valores reconfortantes, dinámicas de convivencia. Y la idea de la Polis humana tarde o temprano dejará de confundirse con la urbe como hoy la hemos degradado. La humanidad tendrá que encontrar una relación más viva con esos campos que hoy son bodegas de la industria, alterados por el espíritu humano, pero cerrados a la presencia humana.
La vida en los campos dejará de estar marcada por el aislamiento y por la ignorancia de lo que pasa en el mundo, y la humanidad aprenderá a no confundir el progreso con la capacidad de producir basura, con el estruendo, la neurosis, la velocidad, y está creciente la disociación mental que hace que nadie pueda estar donde está, porque teléfonos y pantallas nos repiten que sólo es importante lo que está lejos y sólo es urgente lo que no está presente.
También las fragmentaciones del tiempo y del espacio, la proscripción de la soledad, el cubismo de la percepción, la mancha urbana desordenando los abismos del alma, son algunos de los síntomas inquietantes del malestar de esta civilización.